Pintura ni en pintura
02-04-06 Seleccionado por: Arty Show
* Obra de Jorge Diezma
por Javier Montes.
Parece que escampa, y ya va siendo menos difícil tratar de pintura. Hasta no hace mucho suponía, automáticamente, tomar partido: «a favor» de la pintura se estaba si se era decadente, mercantilista, «formalista», fetichista, reaccionario o ñoño. Y sólo estando «en contra» demostrabas ser de tu tiempo, escapabas a las sucias trampas del mercado y recuperabas una capacidad crítica refugiada en otras técnicas y estrategias: del arte corporal y el objeto desmaterializado a la foto, el vídeo o el arte en la red ?como poco?. La invención del daguerrotipo obligó a la pintura a una laboriosa reconsideración. Y en ésas sigue. Ya al hablar de los cuadros del Salón de 1859 Baudelaire encontraba en la foto «un medio barato de difundir la aversión hacia la Historia». Quien dice Historia dice reflexión política: desde entonces imagen mecánica e imagen pintada han intercambiado los papeles cada cierto tiempo.
Instrumento crítico. Mucho se ha discutido acerca de cuál de las dos resulta más adecuada como instrumento crítico de la nueva forma de estar en el mundo del hombre moderno. Tras el denostado «regreso a la pintura» de los ochenta (y qué mala era casi toda, la verdad) se renovó la fe en la foto y sus compañeras como óptimas herramientas de crítica cultural: más capaces de distanciamiento emocional y de aproximación abstracta, y teóricamente más libres de las presiones del mercado. Era un prejuicio general que, claro, resultó cierto sólo a medias. El mercado demostró ser capaz de asignar valor de cambio a las obras producidas por medios mecánicos; y los medios mecánicos demostraron ser capaces de resultar tan acríticos, formalistas y estetizantes como el que más.
Mercancia fetiche. La pasteurización de un museo como el MoMA, donde la fotografía se presenta higienizada y reinvestida de un simulacro de aura; el furor especulativo por los insulsos cibachromes alemanes durante los noventa; la documentación fósil del primer conceptualismo, que se paga ahora a precio de oro: son luces rojas que deberían ponernos sobre aviso. Es peligroso establecer de antemano que una u otra técnica, una u otra actitud, son las correctas, las auténticamente críticas e insobornables. Viene al caso la tremebunda frase de Buchloh: «A mayor tiranía, mayor tradicionalismo en la representación». Ojalá las cosas fuesen así de simples: nos ahorraríamos muchos quebraderos de cabeza.
«Cuadros... la cosa humana más cara del mundo...», decía Horkheimer en los setenta, asqueado por una pintura convertida en mercancía-fetiche. Se sumaba al coro que durante todo el siglo XX ha entonado el lamento fúnebre por la pintura. En su Painting as Model, Yve-Alain Bois consideraba que, en realidad, la pintura del siglo XX era su propia elegía: acuérdense del desprecio invencible de Duchamp por la «pintura retiniana»; de las Últimas Pinturas de Rodchenko y su exclamación turulata al acabarlas: «¡Todo ha terminado!»; de Baldessari quemando sus cuadros, de Kosuth y los conceptuales afirmando que el mercado es la única razón de ser de la pintura. Pero también están las defensas sesudas de Buchloh, paladín de Gerhard Richter y su pintura reflexiva. Y La verdad en pintura de Derrida (que estuvo a punto de titular El derecho a la pintura). Y los escritos de Damisch, que reivindicaba el análisis de «la incomodidad que debiera acompañar a toda visión de un cuadro».
Duchamp, dixit. Duchamp escribía a Stieglitz: «Sabes lo que pienso de la fotografía: me gustaría que hiciera que la gente despreciara la pintura, hasta que alguna otra cosa vuelva despreciable a la fotografía». No soportaba la inanidad de la pintura frente a los cambios llegados con la generalización de las imágenes mecánicas, y le irritaba su tonta ceguera a la hora de reconocerlos.
Con retraso y con inexactitud sus dos deseos han acabado por cumplirse: «La gente» acabó por despreciar la pintura, como él quería; y si «alguna otra cosa» se presenta como alternativa y refresco al filo desgastado de la imagen mecánica, es posible que sea precisamente la pintura. Quizá pintar sea a estas alturas una actitud, más que una técnica. Una forma de encarar las cosas y de repensarlas, más que una cosa en sí misma. La pintura resistió todos los juicios sumarios ?con pelotón de ejecución al fondo? a los que fue sometida, y tiene la manga muy ancha: abriga el gran bluff listo-para-el-envase de la obra cansina y pseudo-gamberra de Kippenberger (y sus mil imitadores) y la pintura sedicente y lúcida de Tuymans (y sus dos mil imitadores); abriga el neo-romanticismo pavisoso de Donald Kuspit, todavía aferrado al mito de la «expresión» libre del genio pictórico, y el cálculo zorruno y siniestro del gran fenicio Saatchi; las páginas y más páginas de anuncios de Artforum y el trabajo silencioso de clásicos resistentes como Juan Giralt. De Vik Muniz a Polke, de Marlene Dumas a Sturtevant, de Tuymans a Sherrie Levine o Allan McCollum: se ha seguido pintando. O rozando el mundo con ojo de pintor. Probando que se puede pintar sin dejar de analizar la omnipresencia de la imagen mecánica, eludiendo la antigua obsesión por la «autenticidad», insostenible en una cultura como la nuestra, y sustituyéndola quizá por una noción de la pintura como «falsificación auténtica» ?en palabras del propio Tuymans?, reconociendo la idea del mundo como fabuloso «agregado de imágenes» de Bergson.
Mucho por pintar. El viejo interés de la pintura del siglo XX por «revelar» los secretos de la naturaleza o «expresar» el ego del pintor no tiene por qué ser el único que mueva los pinceles. Se dan por perdidas de antemano todas las batallas en que se ha querido embarcar a la pintura, de buen grado o por la fuerza, a lo largo del último siglo, para devolverle la facultad real de afirmar lo artificioso de esas batallas. «¡Dicen que está acabada, y sólo está empezando!» Suena como de hoy mismo, pero lo decía Gustave Moreau en 1891. Sabía de lo que hablaba: tenía a Matisse limpiándole los pinceles. Y realmente quedaba mucho por pintar.
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