Sin mancharse las manos
13-01-06 Revista de Prensa
por Anna María Guasch.
No resulta nada fácil adentrarse en el leve y escasamente visible mundo pictórico de Ignasi Aballí (Barcelona, 1958), que estos días presenta en el MACBA una suerte de antología de sus últimos quince años de trabajo. Y aunque Aballí da pocas pistas al espectador, creemos que una eficaz manera para empezar a descodificar su trabajo y desenmascarar la opacidad del mismo es acudiendo al título de la exposición, 0-24 h, un nombre que esconde un trasfondo simbólico, rozando en ocasiones el carácter progra-mático y de «manifiesto» de su trabajo. 0-24 h alude a las veinticuatro horas de duración de un día, pero también a la vida y al trabajo del artista, y, en último término, a un proceso cíclico, algo que se repite invariablemente, que siempre está abierto a los flujos y que nunca encuentra su fin o su conclusión. Ignasi Aballí seguramente se hace cada día la misma pregunta: ¿es posible ser un pintor? ¿Tiene sentido hacer pintura? Y llega a la misma conclusión o, mejor, no conclusión: dada la imposibilidad de la pintura, sólo es posible reflexionar sobre ella aceptando así la paradoja de una acción que en último término es resultado de una inacción.
Su razón de ser. Toda la exposición de Barcelona es un deseo y una voluntad de cuestionar la pintura, sus imágenes, su percepción, sus apariciones, sus presencias y sus ausencias; en suma, su visibilidad y razón de ser. Lo cual se manifiesta tanto en una de las primeras piezas con las que se topa el visitante ?los rótulos impresos en las grandes cristaleras del vestíbulo de entrada al museo que «desinforman» al visitante y le invitan a leer, tanto desde fuera como desde dentro, un texto «imposible» (el texto funciona como imagen que no está ahí para ser leída, sino para ser vista)?, como en una de las últimas obras del recorrido, el vídeo 0-24 h (2005), en el que se muestra la «vida oculta» del museo, aquello que ocurre cuando sus puertas se cierran al público (una nueva paradoja, ya que de las quince horas que dura la filmación, hecha a través de cámaras de seguridad a tiempo real, apenas ocurre nada, salvo la presencia esporádica de los guardias-jurados).
Este particular duelo entre el pintor y la pintura, entre el pintor y el museo, se manifiesta también en un conjunto de obras muy elocuentes tituladas Malgastar («¿un retrato del artista como no-pintor?», apunta Gérad Wajcman en el catálogo), que consisten en una gran diversidad de contenedores, desde botes industriales a pequeños recipientes llenos de pintura cuyo contenido se ha secado fruto del desuso (en lo que denominaríamos no tanto «naturaleza muerta», sino más bien «pintura muerta»). El paso del tiempo juega aquí un papel destacado (es el tiempo el que hace la obra más allá de la voluntad del artista), como también lo hace en otras obras como Polvo (diez años de estudio) (1995-2005) ?¿un cuadro?, ¿una pintura?? en la que se acumula el polvo de diez años y cuyo anonimato e intrascendencia ha querido contrarrestar Aballí en clave de humor situando la obra en la pared de mayor visibilidad del museo y confiriéndole un carácter aurático, casi como si se tratara de un icono religioso. Un icono en el que de nuevo se ningunea la mano del artista y se proclama el protagonismo de su decisión intelectual (en un acto ?hay que reconocerlo? claramente deudor de las poéticas duchampianas).
En beneficio del azar. Otras «pseudopinturas» insisten en la «imposibilidad» de la técnica como acto de autoría en beneficio del azar. De ahí el cuadro-instalación Ventanas (1997-2005), donde sólo la luz diurna y exterior del museo convierte en perceptible unas replicas a escala 1:1 de las ventanas del estudio de Aballí pintadas con barniz transparente. Partiendo de la máxima «cuanto menos hay para ver en una obra, más ganas tienes que verla» o «el hecho de ver el mundo comporta ocultar una parte», Aballí, en otras obras como Gran error (1998-2005), borra con tipp-ex un cuadrado pintado sobre la pared, mientras que en Corrección (2001), cubre de pintura blanca un espejo que no refleja nada. Esta serie de monocromías que poco tienen que ver las canónicas de la Historia del arte (desde Malevich a Manzoni, pasando por Ryman), más que hacer referencia a la «nada» o a la negación (en el más puro nihilismo), lo hacen a la ausencia: la pintura está presente desde la ausencia, desde el no ser. De la misma manera, Aballí se deleita en otras ausencias como la de libros (Libros, 2000) o la de películas, como en Desapariciones II, y, en especial, en Próxima aparición, donde las expectativas se ven frustradas ante ficciones cinematográficas que nunca se llegan a materializar.
Aballí mata psicoanalíticamente al padre (a la pintura), pero le queda la realidad, una realidad que el artista atesora, guarda y archiva para construir otras nuevas realidades. Ello explicaría obras de la exposición como Calendario (2005), doce paneles con ciertas similitudes con el Atlas de Richter (o, yendo más lejos en el tiempo, al Atlas Menmosyne, de Warburg), que colecciona fotos aparecidas en las primeras de un periódico a lo largo de un año, y otras obras que nos han interesado de una manera especial, como Listados (1997-2005) o Inventario (Loteria, 2004), en las que, a partir del trabajo diario de recortar, seleccionar y pegar, Aballí aporta su peculiar manera de «medir» el mundo y recuperar la memoria de la que carece la tautología que define el arte conceptual, y, sobre todo, de contar historias otra vez desde leves e inframinúsculas partículas de tiempo, más próximas al índice (de hecho, todo el trabajo de Aballí aparece como una labor extraordinaria de indexicalidad) que al icono o al símbolo.
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