Cierto es que encontramos cierto placer, un analgésico si se quiere, en las obras de R.H. Quaytman, exquisitamente elaboradas, o en la fotografía procedimental de Babette Mangolte; también en el ejercicio duplicador a la Fischli-Weiss de Hanna Greely. Pero estas piezas no son lo suficientemente potentes para curar nuestro ánimo. Tan sólo cuando nos dirigimos ansiosos hacia la escalera y leemos la etiquetita que describe la propuesta de Michael Asher se nos ilumina levemente la expresión: "El museo estará abierto para los visitantes continuamente, 24 horas al día, durante una semana", para ensombrecerse después con la nota aclaratoria del Museo: "NOTA: La duración de este trabajo se ha acortado de una semana a tres días por no disponer de los recursos humanos suficientes".
Sin duda, creemos que la obra de Asher es la única que ofrece discurso de toda la bienal, o al menos pone en evidencia la desastrosa situación de un panorama artístico que parece no haber aprendido nada de los movimientos críticos o que directamente se sitúa al margen de ellos. Lo innecesario de toda la cantidad de "material artistificado" que contiene el Museo se hace patente. Con todo el respeto a las loables intenciones de los artistas y de sus obras creemos que poseen una función nula como productores culturales. Nos preguntamos entonces -una vez más-, junto con Michael Asher, acerca de la función del museo y de como quizá con el estipendio de un curator se podría haber pagado otro turno para que su propuesta se hubiera llevado a cabo según su intención original.
Salimos a la calle y cruzamos la avenida hacia Central Park donde brilla el sol y nos tumbamos en el césped. Es entonces cuando se levanta el dolor de cabeza y empieza a resonar la aterciopelada gramola del Sunday Morning de la Velvet y nos preguntamos por qué seguimos yendo a los museos.