Por Stefano Russomanno
Su última composición, el poema sinfónico Tapiola, se remontaba a 1926. Mucho se ha especulado sobre las causas de esa renuncia. En aquel momento, el músico se encontraba en el punto álgido de su trayectoria. En su Finlandia natal, era una especie de leyenda viva, y aunque no le faltaban críticos y detractores, sus obras se programaban con éxito en Europa y Estados Unidos. Aun así, Sibelius presentía -e implícitamente asumía- su condición de artista inactual y periférico, defensor de un verbo caído en desgracia. Eligió apartarse a tiempo, antes de recibir de lleno la embestida de los apóstoles de la «modernidad».
No se equivocaba. Su fidelidad a la tonalidad (si bien atemperada a menudo por elementos modales), su adhesión a la tradición sinfónica y su visión optimista, ajena a los extremismos de las vanguardias, se convirtieron pronto en estigmas. Tachado de conservador y reaccionario, su reputación tocó fondo en la década de los cincuenta. René Leibowitz llegó a definirlo como «el peor compositor del mundo».
Sin complejos. A partir de los años setenta, la tendencia empezó gradualmente a invertirse y dio paso a una nueva valoración de su legado. Desde los ámbitos más dispares (minimalistas, posmodernos, espectralistas...) se reivindicó -con distintos matices- su lección, subrayando la originalidad de la escritura orquestal y el heterodoxo tratamiento de la forma musical. En el cincuentenario de la muerte del compositor, la música de Sibelius suena ya sin ningún complejo de inferioridad.
Autor de un amplio catálogo, Sibelius alcanza sus cotas más altas en la música orquestal. Si sus dos primeras sinfonías mantienen una deuda evidente con la tradición romántica, a partir de la Tercera el compositor emprende un camino hacia la progresiva depuración del discurso musical, que encuentra sus mayores logros en la austera Cuarta sinfonía, en la Quinta y en la Séptima, planteada como un único movimiento. Éstas y otras obras suyas suponen una personal respuesta a los problemas creados por la crisis del sistema tonal. En lugar de suspender la tonalidad, Sibelius le inyecta nueva vida con el objeto de generar -según sus palabras- «una lógica profunda capaz de crear una relación interna entre todos los motivos».
«Quisiera comparar la sinfonía con un río -escribía en su diario-. Ésta nace de diversos arroyos que se buscan unos a otros, y así el río procede ancho y poderoso hacia el mar. Hoy en día... se construye el río. Pero, ¿de dónde se toma el agua? En otras palabras, no se deja que las ideas musicales tomen su propia forma». Con esas palabras, Sibelius enfocaba con lucidez uno de los grandes males de su época. En un momento en que primaban las razones del fragmentismo o del constructivismo abstracto, el músico finlandés subrayaba la necesidad de hacer respirar la música, de hacerla fluir y hacerla descansar, si era preciso. El simil natural es para Sibelius algo más que una simple metáfora. Los movimientos de sus sinfonías pueden leerse como lentos y grandiosos procesos orgánicos de crecimiento y transformación. Y en ese flujo amplio y pausado, el sonido adquiere concreción de materia: acuática, rocosa, leñosa, luminosa...
Más allá del nacionalismo. Los poemas sinfónicos, inspirados en la antigua mitología escandinava, representan la faceta de Sibelius más ligada al nacionalismo. No en vano, su poema Finlandia fue considerado desde su estreno en 1899 como un estandarte musical del independentismo finlandés (independencia que se lograría dieciocho años después). Sin embargo, las instancias nacionalistas son trascendidas por un sentimiento más profundo y atávico: el de la relación entre el hombre y la Naturaleza. Toda la obra de Sibelius parece modelada en la percepción -serena y solitaria- de los ilimitados paisajes del norte: los bosques, los ríos, los lagos, los silencios, la luz... Piezas como Cabalgada nocturna y salida del sol, El bardo, Luonnotar, Las Oceánidas y Tapiola dejan a un lado el mero descriptivismo para impregnarse de un aliento panteísta, de un poso pagano y primordial que se sitúa en las antípodas respecto al desenfreno salvaje de la Consagración stravinskiana.
Una vez superados los maniqueísmos que durante mucho tiempo lo relegaron a un plano marginal, Sibelius se impone como uno de los grandes compositores del siglo XX. Su música suena finalmente en nuestros oídos tal como él quería que fuese: agua pura.
Publicado originalmente en ABC