... la última de mi colega bloguero Enrique Zubiaga, que tenía razón en lo que me escribió: a la salida del cine sientes algo fuerte, algo que ha dejado poso en ti. La vida de los otros, merecido Oscar al mejor film en habla no inglesa, es de ESAS películas, de las de poso.
Pocos años han transcurrido aun tras la histórica caída del muro, que yo viví con inquietud e ignorancia una navidad en casa de mis abuelos. Mi imagen de la Alemania Oriental se quedaba en las pelis de espías de los sesenta y setenta que había visto, con aquellos polizontes de chaquetas de cuero marrón oscuro persiguiendo a Paul Newman en Cortina rasgada de Hitchock. Poco sabía yo entonces del miedo alemán, pueblo que pasó sin apenas transición del terror nazi al terror socialista, ese miedo a la Stasi (Ministerio para la Seguridad del Estado), a sus 100.000 funcionarios vigilantes, orwellianos chivatos y torturadores.
Pero el brillante trabajo del guionista y director Florian Henckel von Donnersmarck (nombre y apellidos jodidos a los que hay que seguir de cerca) no se queda con un trabajado retrato político y social de una nación podrida de miedo, sino que humaniza, personaliza, individualiza de maravilla la trama en un gran guión.
Según sus declaraciones, von Donnersmarck arrancó su gran narración con una imagen: "El plano medio de un hombre con auriculares, sentado en una habitación sombría, oyendo, aunque no querría, una música de una belleza exquisita. La imagen de este hombre estuvo persiguiéndome en sueños y fue transformándose a lo largo de los años en el personaje del capitán Wiesler".
La Alemania del film, magníficamente recreada con un presupuesto no precisamente generoso, es esa Alemania gris, marrón, beis, verde de colores apagados y tristes para vidas apagadas y tristes. Además, el film cuenta con un buen trabajo del compositor Gabriel Yared, que ha aportado al film el lirismo y la atmósfera que necesitaba.
La vida de los otros tiene momentos de gran cine como la presentación del magnífico personaje del capitán Wiesler, la citada escucha mientras suena un piano y su fragmentado final, absolutamente genial. Estamos ante un film con trazos de La conversación de Coppola, con un universo que parece una fusión entre Polanski y Costa-Gavras, con un tempo europeo en las antípodas de Goog Bye Lenin!.
Es una película oscura, pero esperanzadora, un canto a la honradez, la demostración de cómo casi cualquier sistema se desmorona por la acción individual de un hombre no precisamente íntegro, pero que acaba haciendo lo correcto.