... esto es, no hemos encontrado la potencia (suprahistórica, sea ésta el arte, la religión o el olvido) que nos permita salir de ese letargo mortal que nos caracteriza como perfectos epígonos. Cuando Nietzsche atacaba -con saña- el historicismo decimonónico tenía clarísimo que la opinión pública, el positivismo y la filosofía hegeliana habían encontrado en el filisteo cultural un caldo de cultivo extraordinario para imponer la pura y dura inercia. Y, sin embargo, no era ni mucho menos cierto que todo estuviera hecho y que tan sólo quedara adecentar lo recibido y añadir glosas a la tradición.
Repliegue bizantino. La conciencia de que la Historia no tiene una clausura teológica desde el punto de vista del saber absoluto no puede suponer que sea un mero repliegue bizantino en el que no exista ninguna clase de exterioridad. «Que la Historia se construye ?escribe Gloria Moure? desde sí misma, sobre sí misma e, incluso, contra sí misma es algo difícilmente cuestionable, ya que incluso los discursos más rupturistas apuntan a esa inquebrantable voluntad metalingüística». No estoy de acuerdo con esta afirmación que, según parece, no tendría fisuras; entre otras cosas, porque la Historia no es el delirio exponencial de la interpretosis, sino que el acontecimiento, por emplear un término analizado a fondo por Badiou, tiene lugar.
La visita a la exposición Sobre la Historia, montada en unas salas de exposiciones de la Ciudad Financiera del Banco Santander, un lugar que parece que no tuviera ninguna clase de historia, me ha sumido en un mar de dudas o, por enlazar con la cita de la comisaria, ha llenado mi mente de lo «cuestionable»: ¿Qué cuenta esta historia? ¿Qué Historia es ésta? Entre lo mayúsculo y lo minúsculo se tensa una problemática que, lamento decirlo, ha sido tratada, en esta ocasión, de forma precipitada o incluso arbitraria.
Falla la tesis. Admiro desde hace años el trabajo curatorial de Gloria Moure, que ha demostrado una entrega y rigor extraordinario a la hora de realizar muestras individuales (entre las que destacaría las dedicadas a Kounellis o la recientísima de Matta-Clark), pero raramente ?si la memoria no me falla? ha realizado apenas incursiones en el complicado asunto de las exposiciones que solemos llamar «de tesis». El tema que pretende someter a consideración ?la Historia? se le va desde el principio de las manos, entre otras cosas, porque acaso de lo que quería tratar es de una campo mucho más restringido: el de la Historia del Arte. Pero ni siquiera podremos encontrar a partir de las obras seleccionadas elementos para entrar a discutir las transformaciones que ha sufrido esta disciplina, por establecer algunas cotas, desde la generación de Warburg a los teóricos vinculados a la revista October, o ?por ofrecer otro marco referencial? de Argan a Danto o Belting.
Acaso el propósito era únicamente recopilar algunos trabajos en los que se citaban obras artisticas de periodos anteriores ?como es el caso de la película Gellért de Tacita Dean, inspirado en el cuadro La fuente de la juventud, de Lucas Cranach, o las fotografías de Sam Taylor-Wood que tienen que ver con La muerte de Chatterton de Henry Wallis?. Tras los años ochenta y noventa plagados de apropiacionismos varios y el alejandrinismo visual que hizo furor, el «citacionismo» ha derivado hacia un manierismo cansino. Incluso el pasional retorno de Viola sobre La Visitación de Pontormo no ofrece otra cosa que un ejemplo ?excepcional, no cabe duda?, de esteticismo que, en su autocomplaciente repetición, revela que su imaginario está casi en un callejón sin salida. En todo caso, da la sensación de que el formalismo, en vez de la interpretación, domina a estas obras que, cuando toman en cuenta la dimensión temporal ?por ejemplo, Malcolm Le Grice? se enredan en una especie de trauma imposible de comunicar. Recuerdan a Freud o lo mencionan, pero no consiguen indagar ni genealógica, ni arqueológicamente en lo que (nos) pasa.
Tomárselo a broma. Si la «reconstrucción» de una fotografía de Black Sabath por parte de Rodney Graham o la performance en el que arroja patatas contra un gong (en una cita múltiple a Pink Floyd, pero también a Dan Graham, e, incluso, a la constelación Cage) transmiten un fino sentido del humor, la vídeo-proyección de James Coleman es una de las obras más tediosas y pretencioso-banales que he visto en muchos años. En ambos casos, no tengo nada claro qué tiene que ver con la Historia el ánimo paródico del uno o la imagen «sutil», según la comisaria, del otro. Si lo que nos recuerdan es que el tiempo pasa lentísimo o que hay que tomarse las cosas con calma, tan sólo tendríamos que agradecerle sus contribuciones al arte de Perogrullo; pero si están «a través de la abstracción, desacreditando los mitos y cuestionando la comprensión del pasado», lo mejor será intentar tomárselo a broma.
¿Qué relato histórico o interpretación política de lo acontecido tienen las fotografías de Förg o las serigrafías de Cristina Iglesias? Me parece que hemos mistificado sus obras hasta un punto de no retorno. Porque acaso sean tan sólo el testimonio de la amnesia, de la incapacidad para escapar de las tipologías, de ese sentido transcendental que finalmente es la mayor de las obviedades. Me cuesta pensar que las fotografías de Jeff Wall de unos troncos ?por cierto, pésimamente montadas? nos permitan comprender esa historia que, según Benjamin, podía alegorizarse en un ángel que contemplaba cómo en el pasado las ruinas crecían hasta el cielo.
Es significativo que dos de las obras más interesantes de esta exposición que es, en realidad, una colectiva de «artistas consagrados», sean naturalezas muertas: Site Recite (1989), una producción de Gary Hill para «El arte del vídeo» de RTVE, y A Little Death (2002), de Sam
Taylor-Wood, donde vemos cómo una liebre se pudre. Tradicionalmente la pintura histórica se oponía al género fascinante del still life. En el brillante análisis de José Manuel Cuesta Abad sobre la historia benjaminiana, desplegado en Juegos de duelo (ed. Abada, 2004), sugiere que si la escritura del verdadero historiador se asemeja a la rhopographia es porque la forma de presentación del collage tiene su ascendiente ancestral en la naturaleza muerta.
El retorno de lo fantasmal. Pero incluso si este fuera ?aunque no lo parece? el argumento que Gloria Moure quiere desarrollar, lo que estaría presuponiendo es que lo real está ya paralizado y que la Historia sólo puede ser el retorno de lo fantasmal. Pero si pensamos intempestivamente que las modalidades de la Historia (monumental, anticuaria y crítica) requieren de una disposición que no sea ni nostálgica, ni cínica, tendremos que resistirnos a aceptar que la vanitas o el sarcasmo sean las alegorías cruciales de nuestra época. El tiempo-ahora y la construcción histórica ?sobre todo cuando estamos, no exagero, en «estado de excepción»? nos impulsan a pensar contra esa «inquebrantable voluntad metalingüística». Porque si, por complicidad, aceptáramos la Historia (así, con mayúsculas) que se nos cuenta, también tendríamos que confesar que todo ese «arte de prestigio contemporáneo» no consigue mostrar el emplazamiento ideológico ni con la mitad de intensidad con la que lo hacen los cuadros de Sert, que son sus raros vecinos en esos fortines bancarios. Necesitamos, afirmaba con vehemencia Nietzsche, la Historia, pero, sobre todo, lo más importante es que sea provechosa para la vida y no una enfermedad que nos paraliza y vuelve circunspectos.
Publicado originálmente en www.abc.es