A mi me gusta mucho Ikea. Cuando mis padres compraron la casa donde yo nací, pasaron los dos primeros años durmiendo en un colchón en el suelo y los cinco siguientes ahorrando para adquirir la pieza hoy conocida como "el mueble del salón", un armatoste de madera de roble hecho a medida que les acompañaría siempre, sacrificando trozos de arriba y abajo para cumplir las regulaciones de cada nueva vivienda, siempre siete centímetros más baja, más corta o más rara que la anterior. Cuando yo me mudé a mi primera casa vacía, en una visita a Ikea resolví cama, estanterías, mesa de trabajo, sillas y sofá. Y cuando abandoné aquella casa, lo único que eché de menos fueron mi balcón, mi barrio y mi compañera de piso; el resto lo volví a comprar.
Tiene sus bajones, como cuando llegas a casa de alguien al otro lado del mundo y te invade esa inquietante sensación de deja vu, que no viene de haber estado allí antes, quizá en sueños o en otra vida, sino de que, cambiando algunos muebles de sitio y tirando un par de tabiques, estás sentado en tu propio salón. La primera vez se te abre a los pies una hoguera de remordimiento, como se le apareció Dios a San Pablo en el matojillo camino de Damasco, gritando: ¿qué clase de rata miserable se compra la estantería Billy cuando lo exclusivo es para siempre como los diamantes, la lana virgen y el amor? La segunda vez, con suerte, ya has sufrido una mudanza con muebles y sabes que para siempre es demasiado tiempo. Tú lo que quieres es algo que cumpla con la tarea que le fue encomendada al nacer -sujetar libros, sujetar platos, aguantar las patadas y codazos cuando las cosas se ponen feas en zelda o te llama tu madre al móvil- y que no te lo recrimine cuando te vayas sin mirar atrás. Romper con los muebles de Ikea es un juego de niños. Lo realmente malo es empezar.
La experiencia Ikea es lo más próximo a una lobotomía que puede experimentar un ser humano. No me verán sorprendida el día que llegue un informe que relaciona a la empresa sueca con el desarrollo de tumores malignos, trastoros nerviosos y alzheimer prematuro porque, cuando sale, uno no es ya la misma persona que era cuando entró. Si están pensando ahora mismo que fueron la semana pasada y no notaron nada raro es que los daños son demasiado profundos e irreversibles para registrarse a sí mismos. Si no me creen hagan el siguiente experimento: la proxima vez que vayan, detengan por un segundo el impetuoso carro de su consumo desenfrenado y siéntense a mirar a los que acaban de salir. Mírenles a los ojos. Observen esa luz mortecina que parece venir del fondo mismo de su cráneo, como el haz de luz azul en los teclados de los MacBookPro. Están presenciando el momento en que el alivio fugaz que sintieron los pobres diablos al saberse vivos al final del tunel ha sido derretido por el fuego de un pensamiento fatal: que entraron sin coacción, sin un Dragunov de 7.62 milímetros apuntándoles desde lo alto del MediaMarket que les exima de toda responsabilidad. Que, sea lo que sea lo que ha ocurrido allí dentro, se lo han hecho ellos mismos por una gula pecaminosa de Kramfors, de Karlandas, de ordenados armarios Stordal de puertas corredizas.
Esa luz subterránea que les ilumina los ojos por dentro es la luz de la locura. Y saben, aunque no lo sepan, sepan como quien sabe que el merengue engorda o que la picadura de medusa se cura con pis de preñada, saben que si vuelven atrás se habrán perdido para siempre.
La ilustración es robada del newyorker y este post, el primero de una pequeña serie. Sigan sintonizados
via LPC (visita LPC, está cargadito)