La evanescencia del fantasma
§ No ha ocurrido. Y sin embargo, todos los sistemas operativos han quedado inutilizados. No ha habido sabotaje, ni aparentemente ninguno de los mecanismos parece dañado. Pero la eficacia de cada dispositivo ha quedado en suspenso. Es como si las correas de transmisión no cumplieran su función. A este lado de cualquier operador, las prácticas se realizan, y aparentemente todas las etapas de proceso se cumplimentan. En el otro lado —¿pero cuál es el otro lado? — sin embargo, nada ocurre, nada se proyecta. Quizás son los instrumentos de reconocimiento, de rastreo, los que han dejado de funcionar. Tal vez, todo funciona —y únicamente fallan los procesos de ponderación de las consecuencias—. O, tal vez...
§ No puedo creer que todo esto esté pasando. Si me atengo al ruido que hacen los motores, debo pensar que todo funciona. Como un viejo capitán de barco, he aprendido a detectar el mínimo problema en la sala de máquinas por la más pequeña vibración inusual. Pero no hace al caso, todas las vibraciones son correctas, armónicas. Tripulación, avanzamos. Pero es cierto que no tenemos feedback. Sólo un blanco inquietante, zero data como única respuesta. Si esto fuera una novela de Conrad o acaso un cuento de Poe, estaríamos angustiados por el silencio inabordable de la calma que sigue, o antecede, a la más estruendosa tormenta. Si tuviera que describirlo en alguna forma diría que eso es exactamente lo que está ocurriendo. Feedback zero.
§ Si habéis visto la película, es como la escena del gato. No ha pasado nada especial, pero esto ya ha ocurrido antes. Y debemos entonces sospechar que algo inesperado está ocurriendo. La más escalofriante de las sospechas es que esa falla revele que, justamente, nada nunca había ocurrido, nunca. Esta inquietud nos traspasa: ahora que la imaginamos pensable, lo que nos abruma es pensar que siempre haya sido así. ¿Puede haber sido siempre así?
§ Intentaré identificarme —y si queréis, aclarar de qué hablo—. Como cualquiera de vosotros, pertenezco al syndicato. Ya sabéis, nuestra célebre "unión de trabajadores en el sector especializado de la cultura, o más precisamente el sindicato de todos aquellos que reclaman el derecho a una tarea por ahora impedida por las condiciones sociales", el experimento que insta nuestro específico intento de "organización de revolucionarios profesionales de la cultura". Puede que tengamos que volver sobre esta cuestión, la de identificarnos, ahora que en nuestra era postfordista parece que la redefinición del sujeto más allá de su situación en el mundo del trabajo parece definitivamente necesaria. Pero dejémoslo de momento así, creo que me entendéis: pertenezco, como cualquiera de vosotros, al sector de la producción simbólica, a la liga impredecible de quienes nos dedicamos al "trabajo inmaterial". Ahora ya podéis sospechar dónde se sitúa el problema —suponiendo que la boutade duchampiana según la cual no existen problemas haya dejado ya de deciros algo—. No en lo que se refiere a la crítica de las condiciones sociales del trabajo que realizamos, sino, digamos, en la obnubiladoramente perfecta evanescencia de sus resultados. Podríamos decir en su falta de consecuencias, pero esto sería presuponer que en este punto las apariencias no engañan. Y, admitámoslo, ello resultaría demasiado doloroso.
§ No, perdonadme, no. Lo que estoy diciendo no tiene nada que ver con el simulacro —no creo que esa categoría pueda interesarnos más—. Sino, acaso, con los procesos de teatralización de la resistencia, con la absorción al dominio del espectáculo de la obscena fantasmagoría de su propia crítica. Por supuesto que éste es un proceso que conocemos bien, nada nuevo. Si un espectro shakespereano se ha colado en nuestro sistema para atribularnos, no es ése, no es ése. Hace tiempo que convivimos —y sabemos que lo hacemos, aunque algunos quieran fingir ignorarlo— con él. Con todo, acaso, puede que la cadena perdida que origina nuestra peculiar situación sí tenga que ver con la singularidad de ese bucle. O, digamos, tal vez es su anticipación — esa brutal amenaza constituida por el hecho de que alguien, en algún lugar, pueda estar jugándose su gesto— la que origina el extravío. Pero el extravío ... de qué. En tanto mantengamos activo este esquema táctico del autodesmantelamiento aplazado, se supone que la energía del (sub)sistema —la potencia que asegura su capital simbólico— se debería mantener intacta. Se supone. O acaso es ella la que decae ...
§ Pero esta reflexión no tiene objeto, nunca lo ha tenido, nunca ha podido tenerlo. Justamente es de la elusividad del objeto, de lo real, de lo que hemos debido ocuparnos siempre. De poner en evidencia el carácter ficcional, producido, de lo real mismo. Nuestro terreno de trabajo ha sido siempre el fantasma, los oscuros e impredecibles recovecos de lo inmaterial —la capitalización del imaginario—. Que lo real es enteramente producido, y que el poder de nuestro trabajo se asienta en ello —es algo que no puede sonarnos a nuevo—. Con todo, esta plena ausencia de objeto que nuestros tiempos hacen posible tal vez esté descargando un orden de complejidad imprevisto... No sólo esa nada del referente, definitivamente hecha pensable —sobre qué articulará su trampa de reabsorción fetichizada el sistema, en adelante— sino el hecho mismo de que la constitución secuencial de nuestros lenguajes, como un darse del signo en el tiempo, como imagen-movimiento, rompe con toda posibilidad de espacializar la presentación del propio significante, en su estricta y perentoria materialidad ... ¿Un tiempo sin objetos —es eso lo que nos espera—?
§ Como una lluvia leve y continua de signos-enigma, matrix cae. Su cadencia es constante, pero cada uno de las matrices que emergen parecen llegar por sorpresa, por azar. Los signos se encadenan y forman secuencias que se arrastran en su caída, como si su peso estuviera en su unión. Ningún signo flota aislado, aunque se forma un constante "polvo de matrices rotas", de fragmentos de cadena perdidos, que es el que (junto a la disincronía de las velocidades de caída) le da profundidad a la pantalla. Las matrices tienen algo de escritura, entre cabalística, cirílica y japonesa, y algunas líneas van cargadas de ceros y unos, de numeraciones invertidas. Parece una reducción matricial de otra escritura más compleja, y en cierto sentido uno no puede evitar la sensación de asisistir a una transmisión de contenidos muy sofisticada, altamente elaborada, como si estuviera leyendo un gran libro, la gran biblia que contuviera incluso toda su hermenéutica. Una escritura todavía —o acaso definitivamente— profana, compleja pero indescifrable. El mensaje es inabordable, pero nada en él despierta el interés de leerlo: de alguna manera se sabe que matrix no se lee: se ejecuta. No sólo no podría uno imaginar los objetos que se corresponden con este estatus cero de los signos, sino que tampoco podría uno imaginar una interpretación cualquiera de su fabulación. Como quiera que sea, su mensaje se agota en sí mismo, no admite mediadores, no se da a la interpretación. Es más, todo parece indicar que nos encontramos frente a un nivel de escritura estrictamente primordial. Total y enteramente productiva, para la que ninguna lectura, mediación o interpretación es necesaria. Ella es, precisamente, producción de producción, y cada uno de nosotros es no su lector, sino tan sólo una de las lecturas que ella desagrana, la producción y el efecto cadencial de sus cadenas matriciales, cayendo...
§ Cualesquiera preguntas acerca de la verdad —del mundo verdadero, de su interpretación correcta— carecen de sentido. Matrix es esta experiencia de la falta de sentido de cualquier pretensión de establecer la prevalencia de una interpretación sobre otra. No se trata de establecer la falsedad tampoco de todas ellas, sino de evidenciar el carácter ficcional, construido, de cualquier versión del real, de todo el real. Y lo único que sería más real que ese real, es esta lluvia de matrices que es, pura y simplemente, la escritura de su economía estructural... la fianza simbólica de su ser imaginario, su arcano narrado. Es esto lo que nos atrapa en estas pantallas. Ni detrás ni delante de ellas hay nada, absolutamente nada —sino acaso nuestro estar ahí, observándolas ocurrir—. En el tiempo. § Lo que llamamos niveles de realidad no representa otra cosa que un ámbito de circulación. Lo propio de matrix es un entrecruzamiento vertiginoso en todas las direcciones —de esos ámbitos—. Los flujos se aceleran, producidos en un vacío aneoico; la misma idea de partícula carece de sentido: todo circular se hace molar, produce líneas —cuando menos como efecto—. Y ese entrecruzarse contínuo de las líneas traza oscuramente un ruido de constelación, de nebulosa. Algunas esquinas reverberan con otras, como relámpagos en un atardecer de verano. Los brillos rebotan de extremo a extremo, creando ecos de luz, negociaciones inesperadas de la energía. Algunos recorridos persisten en la retina, en las memorias organizadoras, el tiempo suficiente de un instante —y prefiguran una economía relacional—. Su ficción realimenta un poder que nos cautiva —el deseo, quizás, la pasión, la reciprocidad, tal vez—. Presas de él, es como si nos relanzáramos mutuamente: unos en otros, como en una sala de espejos vacía con un reflejo que rebotara infinitamente, de rincón en rincón, de lugar en lugar, de nombre en nombre.
§ Nuestro nombre —ya os he dicho que pertenecemos al Syndicato—, nuestro nombre es niguno, o podríamos decir legión. Pues sabemos que lo único que verdaderamente está en juego en esta economía abierta de las estructuras desnudas es el flujo de la comunicación —o lo que es lo mismo, las formas que adopten en ellas las figuras de la comunidad—. Si ellas son entendidas, como debe hacerse, en términos de una orgánica de la experiencia, tenemos la clave de lo que representa matrix: a saber, un dominio de negociación de las formas de reconstrucción practicable (en la era póstuma inaugurada a finales del siglo20) de las esferas de lo público. El único, se diría, cargado de potenciales de intervención. "Understood in this sense, the public sphere (...) is something that concerns everyone and that realices itself only in people's mind, in a dimension of their conciousness".
§ Diseminada en innumerables direcciones, esta fragmentación de los flujos —lineas de código, líneas de deriva— libera economías locales, hace impensable órdenes de comunidades genéricas. Sea cual sea el dominio, todo trabajo de ensamblamiento circulatorio funciona siempre en n-1. Como quiera que sea, no es imaginable alguna completud. No tenemos ya ese imaginario de universalidad que presupondría cerrar la definición de lo público en el entorno de alguna figura ecuménica. Al contrario, nos movemos en tierras provisionales, en espacios curvos. Nos agregamos en pequeñas comunidades micro, provisorias: usar y tirar. La intensidad lo es todo: no es que compartamos a priori un lenguaje —sino que se conversa con unos u otros lenguajes y este ponerlos en común, consentirlos circular, nos une, nos enlaza—. No hay otra política (Y2K) que esta de la no identidad, de la comunidad post-territorio.
§ Todo esto no tiene nada que ver con el arte, ese viejo producto de una sociedad engañada, enfermiza, encandilada con su falsa imagen, con el doloso espectáculo de su propio existir enajenado. "Toda persona sensata en nuestra época estará de acuerdo — sí— en que el arte ya no puede seguir justificándose como una actividad superior, o incluso como una actividad compensatoria a la que uno pueda honorablemente entregarse". Nada que ver con todo ello, por tanto, sino éstas prácticas de intercambio directo cuyo efecto es la mutua producción. Producir, para ser producido.
§ Ahora, no es sólo el objeto —esa inmundicia— lo que se ha perdido. Sino mucho más allá el propio fantasma que lo habitaba, la convención del sentido (cualquiera). Ya nada se intercambia por objeto interpuesto, ninguno de los flujos requiere algún soporte específico. Es por tanto el propio fantasma, como emblema de lo compartido, el que se desvanece. Nada certifica ya que nuestras visiones puedan encontrarse —todas espejismos cruzados—. La conversación es un sueño, acaso una política. Al otro lado de esa pantalla fría que es ahora nuestro único contacto con el mundo, la soledad es el otro rostro del que es nadie, fantasma evanescido. Construir comunidad, se ha dicho, podría ser la tarea política de nuestra generación. Y acaso la única misión digna de las prácticas post.artísticas en este escenario desconfigurado.
NOTA DEL AUTOR Intercaladas en el texto, citas de Debord, Negt & Kluge y Agamben.
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